miércoles, 11 de abril de 2012

Un cuento


Del álbum de Pino, de Iñigo Villalonga

Alfonso Capone sube en el ascensor. Por fin se ha quitado de encima a los guardaespaldas, y mientras se afloja la corbata, golpea el suelo alfombrado con su zapato italiano, impaciente por llegar a casa. Reuniones, ejecuciones, sobornos. Producir, producir producir. ¿Es que esto no funciona si él no da las órdenes?

Cruza el pasillo deprisa, el largo abrigo camel ondeando tras él, y abre la puerta.

Ella le espera en el hall, sonriente, con sus hermosos ojos pintados de kohl, su pelo corto tan brillante, y baila a su alrededor con movimientos alegres. A diferencia de otros días, el gangster no le hace caso. Hoy está muy harto. Camina hasta el salón y se pone una copa. Ella, deteniendo su juego, le mira desde el umbral. Silencio hasta que él claudica:

-Ese rabo, que sepa yo cómo te alegras.

La perrita se acerca trotando, segura de sí misma, y se tumba en el suelo ante su amo, aceptando sus caricias con expresión hierática. Sólo el rabo la traiciona.

Después de terminar el saludo, Alfonso Capone se sienta en el mullido sofá con la perrita en su regazo y le cuenta todo lo que ha hecho en el día. Reuniones, ejecuciones, sobornos. Ella escucha con las orejas en alto. Cuando se detiene, le lame la mano invitándole a seguir.

-Y dime, ¿cómo lo he hecho?

Un ladrido de respuesta. Y luego otro y otro más. Capone inclina la cabeza y medita. Después, se va a la cama contrito, y le cuesta dormirse pensando que mañana tiene que hacerlo mejor, porque no soporta que su jefa le riña.

En su lado de la cama, la perrita ya duerme, sus patitas tendidas, la respiración regular, ajena a su enorme poder.

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