lunes, 7 de noviembre de 2011

Hora de despertar, por Antonio Muñoz Molina


may 20, 2011


He pensado desde hace muchos años, y lo he escrito de vez en cuando, que
España vivía en un estado de irrealidad parcial, incluso de delirio, sobre
todo en la esfera pública, pero no solo en ella. Un delirio inducido por la
clase política, alimentado por los medios, consentido por la ciudadanía,
que aceptaba sin mucha dificultad la irrelevancia a cambio del halago, casi
siempre de tipo identitario o festivo, o una mezcla de los dos. La broma
empezó en los ochenta, cuando de la noche a la mañana nos hicimos modernos
y amnésicos y el gobierno nos decía que España estaba de moda en el mundo,
y Tierno Galván -¡Tierno Galván!- empezó la demagogia del político
campechano y majete proclamando en las fiestas de San Isidro de Madrid
aquello de “¡ El que no esté colocao que se coloque, y al loro!” Tierno
Galván, que miró sonriente para otro lado, siendo alcalde, cuando un
concejal le trajo pruebas de los primeros indicios de la infección que no
ha dejado de agravarse con los años, la corrupción municipal que volvía
cómplices a empresarios y a políticos.


Por un azar de la vida me encontré en la Expo de Sevilla en 1992 la noche
de su clausura: en una terraza de no sé qué pabellón, entre una multitud de
políticos y prebostes de diversa índole que comían gratis jamón de pata
negra mientras estallaban en el horizonte los fuegos artificiales de la
clausura. Era un símbolo tan demasiado evidente que ni siquiera servía para
hacer literatura. Era la época de los grandes acontecimientos y no de los
pequeños logros diarios, del despliegue obsceno de lujo y no de
administración austera y rigurosa, de entusiasmo obligatorio. Llevar la
contraria te convertía en algo peor que un reaccionario: en un malasombra.
En esos años yo escribía una columna semanal en El País de Andalucía,
cuando lo dirigía mi querida Soledad Gallego, a quien tuve la alegría
grande de encontrar en Buenos Aires la semana pasada. Escribía denunciando
el folklorismo obligatorio, el narcisismo de la identidad, el abandono de
la enseñanza pública, el disparate de un televisión pagada con el dinero de
todos en la que aparecían con frecuencia adivinos y brujas, la manía de los
grandes gestos, las inauguraciones, las conmemoraciones, el despilfarro en
lo superfluo y la mezquindad en lo necesario. Recuerdo un artículo en el
que ironizaba sobre un curso de espíritu rociero para maestros que organizó
ese año la Junta de Andalucía: hubo quien escribió al periódico llamándome
traidor a mi tierra; hubo una carta colectiva de no sé cuantos ofendidos
por mi artículo, entre ellos, por cierto, un obispo. Recuerdo un concejal
que me acusaba de “criminalizar a los jóvenes” por sugerir que tal vez el
fomento del alcoholismo colectivo no debiera estar entre las prioridades de
una institución pública, después de una fiesta de la Cruz en Granada que
duró más de una semana y que dejó media ciudad anegada en basuras.


El orgullo vacuo del ser ha dejado en segundo plano la dificultad y la
satisfacción del hacer. Es algo que viene de antiguo, concretamente de la
época de la Contrarreforma, cuando lo importante en la España inquisitorial
consistía en mostrar que se era algo, a machamartillo, sin mezcla, sin
sombra de duda; mostrar, sobre todo, que no se era: que no se era judío, o
morisco, o hereje. Que esa obcecación en la pureza de sangre convertida en
identidad colectiva haya sido la base de una gran parte de los discursos
políticos ha sido para mí una de las grandes sorpresas de la democracia en
España. Ser andaluz, ser vasco, ser canario, ser de donde sea, ser lo que
sea, de nacimiento, para siempre, sin fisuras: ser de izquierdas, ser de
derechas, ser católico, ser del Madrid, ser gay, ser de la cofradía de la
Macarena, ser machote, ser joven. La omipresencia del ser cortocircuita de
antemano cualquier debate: me critiacan no porque soy corrupto, sino porque
soy valenciano; si dices algo en contra de mí no es porque tengas
argumentos, sino porque eres de izquierdas, o porque eres de derechas, o
porque eres de fuera; quien denuncia el maltrato de un animal en una fiesta
bárbara está ofendiendo a los extremeños, o a los de Zamora,o de donde sea;
si te parece mal que el gobierno de Galicia gaste no sé cuántos miles de
millones de euros en un edificio faraónico es que eres un rojo; si te
escandalizas de que España gaste más de 20 millones de euros en la célebre
cúpula de Barceló en Ginebra es que eres de derechas, o que estás en contra
del arte moderno; si te alarman los informes reiterados sobre el fracaso
escolar en España es que tiene nostalgia de la educación franquista.


He visto a alcaldes y a autoridades autonómicas españolas de todos los
colores tirar cantidades inmensas de dinero público viniendo a Nueva York
en presuntos viajes promocionales que solo tienen eco en los informativos
de sus comarcas, municipios o comunidades respectivas, ya que en el séquito
suelen o solían venir periodistas, jefes de prensa, hasta sindicalistas.
Los he visto alquilar uno de los salones más caros del Waldorf Astoria para
“presentar” un premio de poesía. Presentar no se sabe a quién, porque entre
el público solo estaban ellos, sus familiares más próximos y unos cuantos
españoles de los que viven aquí. Cuando era director del Cervantes el jefe
de protocolo de un jerarca autonómico me llamó para exigirme que saliera a
recibir a su señoría a la puerta del edificio cuando él llegara en el coche
oficial. Preferí esperarlo en el patio, que se estaba más fresco. Entró
rodeado por un séquito que atascaba los pasillos del centro y cuando yo
empezaba a explicarle algo tuvo a bien ponerse a hablar por el móvil y
dejarnos a todos, al séquito y a mí, esperando durante varios minutos. “Era
Plácido”, dijo, “que viene a sumarse a nuestro proyecto”. El proyecto en
cuestión calculo que tardará un siglo en terminar de pagarse.


Lo que yo me preguntaba, y lo que preguntaba cada vez que veía a un
economista, era cómo un país de mediana importancia podía permitirse tantos
lujos. Y me preguntaba y me pregunto por qué la ciudadanía ha aceptado con
tanta indiferencia tantos abusos, durante tanto tiempo. Por eso creo que el
despertar forzoso al que parece que al fin estamos llegando ha de tener una
parte de rebeldía práctica y otra de autocrítica. Rebeldía práctica para
ponernos de acuerdo en hacer juntos un cierto número de cosas y no solo
para enfatizar lo que ya somos, o lo que nos han dicho o imaginamos que
somos: que haya listas abiertas y limitación de mandatos, que la
administración sea austera, profesional y transparente, que se prescinda de
lo superfluo para salvar lo imprescindible en los tiempos que vienen, que
se debata con claridad el modelo educativo y el modelo productivo que
nuestro país necesita para ser viable y para ser justo, que las mejoras
graduales y en profundidad surgidas del consenso democrático estén siempre
por encima de los gestos enfáticos, de los centenarios y los monumentos
firmados por vedettes internacionales de la arquitectura.


Y autocrítica, insisto, para no ceder más al halago, para reflexionar sobre
lo que cada uno puede hacer en su propio ámbito y quizás no hace con el
empeño con que debiera: el profesor enseñar, el estudiante estudiar
haciéndose responsable del privilegio que es la educación pública, el tan
solo un poco enfermo no presentarse en urgencias, el periodista comprobando
un dato o un nombre por segunda vez antes de escribirlos, el padre o la
madre responsabilizándose de los buenos modales de su hijo, cada uno a lo
suyo, en lo suyo, por fin ciudadanos y adultos, no adolescentes perpetuos,
entre el letargo y la queja, miembros de una comunidad política sólida y
abierta y no de una tribu ancestral: ciudadanos justos y benéficos, como
decía tan cándidamente, tan conmovedoramente, la Constitución de 1812,
trabajadores de todas clases, como decía la de 1931.


Lo más raro es que el espejismo haya durado tanto.

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